miércoles, 23 de mayo de 2007

aprender a andar, aprender a querer


(...) es fácil establecer el día en que se aprende a andar, hablar o a ir en bicicleta. De repente, uno es capaz de sostener el peso de todo su cuerpo sobre sus dos frágiles piernas, balbucea “papa” y “mama”, o es capaz de recorrer desafiando todas las reglas de la gravedad algo más de cincuenta metros sin contar con la triste ayuda de dos ruedecillas estabilizadoras. Pero... ¿Cuando aprende uno a querer? ¿Como se aprende a odiar? (...) De todos los chicos que iban a la escuela, Martin Hellmutt siempre me llamó la atención. Era extrovertido y alegre. Parecía tener tiempo para todos y todos le adoraban porqué estar a su lado hacía que ni que fuera por un momento, te sintieras como la persona más especial del firmamento. Martin siempre sonreía. Todos los días y a todas horas. Excepto los miércoles a la salida de la escuela. Cada miércoles le esperaba su padre. Un tipo curioso. Con escaso pelo repeinado hacia la derecha y mirada escondida detrás de unas grandes gafas redondas y amenazantes. (...) James Hellmutt Shift acudía a la escuela cada miercoles a la misma hora. Se cobijaba bajo la sombra del mismo árbol y esperaba pacientemente a su hijo. Cuando éste se presentaba, apenas cruzaban una mirada y sin mediar palabra le invitaba a entrar en el auto con gesto tosco y brusco. Era un destartalado Ford marrón de tapicería clara y castigada. Con paso decidido, James entraba. Se acomodaba en el asiento, se abrochaba el cinturón de seguridad y encendía el motor. A su lado, Martin no sonreía. Su padre había sido el alcalde de Richmond durante algo más de diez años. No había sido un político especialmente impopular, pero había coleccionado un buen número de enemigos. De malas maneras, James había acabado fuera del ayuntamiento hacía poco más de cinco años. Desde entonces, cada miércoles recogía a su hijo menor para que lo acompañara al cementerio. Allí, abría el maletero de su coche. Sacaba una vieja silla plegable, se sentaba y empezaba a reír. Reía sobre la tumba de todos aquellos que le habían molestado a lo largo de su vida pero que la habían abandonado antes que él. Reía a carcajadas. Rebosante de odio. Enloquecido por la sed de una venganza imposible, acobardada y a destiempo. Pasaba allí un par de horas. Sin parar de reír. Recogía la silla y volvía a entrar en su viejo Ford. Conducía hasta una heladería cercana y tomaba un helado de pistacho y iogur con su hijo. Durante aquellas dos horas semanales Martin observaba a su padre desde la ventanilla trasera del coche. Aburrido. Con tristeza. Su padre odiaba a los muertos. Martin odiaba estar allí. Y yo odiaba que un chico como Martin, aunque solo fuera durante dos horas a la semana, aprendiera a odiar y no pudiera sonreír. (...)

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