domingo, 16 de marzo de 2008

la zapateria de Pete Fernandez


(...) el día que un ojeador de los yankees se acercó al pueblo, los habitantes de Richmond, pasearon más orgullos de lo habitual por las calles de su pequeña ciudad. Aquel día todos parecían mejores ciudadanos, mejores vecinos y, por extraño que parezca, mejores personas. Se había acercado para ver un partido de las series regionales entre los Wild Seeds de Mumford y los Benedicts locales. Pero todos sabían a que había venido en realidad aquel pequeño hombrecillo de aspecto enojado que lucía un elegante sombrero blanco y mascaba tabaco de forma compulsiva. En cierto modo, todos le esperaban desde el día en que Pete Fernández había conseguido cuatro homerounds consecutivos frente a los Desperado Wolves. (...) Pete Fernandez no era un tipo corriente. Sus raíces no eran latinas. Simplemente uno de sus abuelos había adoptado un apellido hispano, al parecer, sin más intención que la de dar que hablar. Pete siempre había sido un buen jugador de beisbol. Probablemente el mejor que Richmond había tenido jamás. Cada día, al cerrar la vieja zapatería que siempre había pertenecido a su familia cogía su bate, el mismo que había recibido como regalo en su décimo aniversario y se dirigía al campo de entrenamiento. Allí, sólo interrumpía su entrenamiento si algún niño despistado reclamaba su atención. (...) Pete era tímido y callado, pero se hacía querer. Nunca daba la sensación de tener prisa y siempre escuchaba con atención. En sus casi cuarenta años de historia, los Benedicts no habían contado con otro jugador como Pete. Era efectivo con el bate y una referencia para todos sus compañeros. A su manera, Fernández era una superestrella. Y para su pueblo, un orgullo. (...) A menudo, le preguntaban en la zapatería el porqué no había intentado hacerse profesional. Un jugador con sus números habría sido deseado por cualquier equipo de las series mundiales. Y él, siempre esbozando una sonrisa y levantando sus hombros contestaba con otra pregunta. ¿Quién se encargaría entonces del negocio familiar? Nadie tenía respuesta, y por tanto, Pete seguiría atendiendo cuidadosamente los pies de sus vecinos. (...) Aquel caluroso domingo del mes de Abril la expectación era máxima. Cuando Pete se dirigió a su posición de bateo, el silencio se apoderó del destartalado campo de los Benedicts. Muchos miraron al observador. Llevaba un pequeño bloc de notas y se incorporó para ver mejor la jugada. Como solía hacer, Pete dio dos suaves golpes en la base con su bate, achicó algo de arena con sus zapatillas y levantó la mirada hacia el pitcher. Éste lanzó la primera bola con fuerza. Pete ni siquiera se movió. Solo pestañeó cuando la bola ya había pasado de largo. El silencio se hizo más intenso. Si Pete no acertaba a la primera, la segunda saldría del campo. Pero la segunda pasó. Y también la tercera. Quedó eliminado. El observador se levantó entre la silenciosa multitud y se marchó (...) Por la mañana siguiente, la normalidad volvía a habitar las calles de la ciudad. Los niños iban a la escuela y sus mayores al trabajo. Mi madre me llevó a la escuela en nuestra vieja furgoneta. Yo tenía doce años y pensaba que ella tenía respuestas para todo. La interrogué sobre Pete Fernández. “Puede que no quiera dejar su destino en manos de una pelota. Le gusta trabajar en su zapatería. (...)

viernes, 12 de octubre de 2007

mirar al cielo


(...) durante los primeros años de mi vida tuve siempre por costumbre andar con las manos en los bolsillos, arrastrar con descaro los pies y fijar la mirada en el suelo. Me acostumbré a ello falto de la esperanza en que nada pudiera sorprenderme y siempre temeroso de tropezar inesperadamente con cualquier cosa que no hubiera podido ver con suficiente antelación. (...) Era el tercer sábado de un mes de mayo y yo, con el insomnio viviendo todavía lejos de mí, ya había entregado mi consciencia al guardián del inconsciente en un autobús varado en la estación de Richmond. Cuando ésta me fue devuelta al final de nuestro viaje, el autobús ya reposaba en la estación central de la quinta avenida. Bajé de aquel vehículo que me parecía enorme y mis pies y Nueva York se toparon el uno con el otro. En aquel instante, perdí la costumbre de mirar hacia abajo. El ayuntamiento era el edificio más alto de Richmond. Tenía cuatro plantas, aunque el salón de actos, que ocupaba el piso más alto, seguía sin estrenar. Miré a mi alrededor. Entregado a un giro de trescientos sesenta grados no vi nada que se pareciera a nuestro ayuntamiento. En aquella ciudad me convertí al momento en un niño tan absurdamente pequeño que ni siquiera lo parecía. Andé detrás de mi padre media hora sin ver de él más que su sombrero de vez en cuando. Cuando el cuello me tiraba con insistencia. Llevaba la mano suavemente alojada en su bolsillo. Me limité a pasear por aquellas calles mientras mi padre tiraba de mí con delicadeza. (...) A media tarde llegamos a Central Park. Yo estaba acostumbrado al campo, pero nunca antes había visto un parque tan enorme en ninguno de los pueblos en los que había estado antes. Los otros niños perseguían ilusionados a las ardillas tratando de alimentarlas sin demasiado éxito. Orgulloso de mi origen rural me puse las manos en el bolsillo, una vez más, y observé aquella escena por encima del hombro. Había crecido en un pueblo lleno de ardillas, y no había viajado a la gran manzana para dejarme impresionar por una escena como aquella. Ella pasó por delante mío en aquel preciso momento. Justo antes de que nos cruzáramos levantó la mirada hacia aquellos chiquillos y adiviné en ella un gesto de desaprobación igual que el mío. Nunca antes me había llamado la atención ninguna niña, y tardarían años hasta que algo así me volviera a suceder, pero supongo que encontrar en aquel momento una aliada fue suficiente para que me fijara en ella. Su paso era decidido, y su indumentaria impecable. Incluso llevaba un diminuto bolso y adornaba su pequeña cabeza con un elegante sombrero. Cuando se cruzó conmigo no pude evitar seguir mirándola. Giré la cabeza y seguí andando. Pocos segundos después noté como mi pie izquierdo resbalaba. Los muchachos que perseguían a las ardillas se detuvieron estallando en una sonora carcajada. Mi padre me miró con condescendencia. Y mientras yo miraba repugnado lo que acababa de pisar, pude notar perfectamente como ella se detenía y se daba la vuelta gritando un nombre. ¿Mi nombre? Pensé. Al momento, un rechoncho perro salchicha de color marrón se acerco corriendo hacia ella. Le ató una cadena al cuello y se alejaron definitivamente.(...)

viernes, 5 de octubre de 2007

crecer


(...) el espectáculo de mi padre alcanzó gran popularidad siendo yo un niño. Fue todo inesperado y sorprendente. Especialmente para todo aquél que le conocía o que había visto una vez aquel insípido espectáculo repleto de artificios verbales innecesarios y viejos trucos adaptados al público infantil. Un elefante por el ojo de una aguja se convirtió, de la noche a la mañana, en un celebrado espectáculo para los menores de siete años, y aquello, era más que suficiente para los padres de medio mundo, dispuestos a pagar encantados las entradas albergando la esperanza de que fuera otro quien entretuviera a sus hijos, aunque fuera durante poco más de hora y media (...) Antes de partir, estuviera yo donde estuviera, me levantaba con sus fuertes brazos y sin dejar que mis pies rozaran tan siquiera el suelo, me situaba junto al tronco de su árbol favorito. El viejo roble. Un roble que había sido plantado el mismo día en que había nacido el tatarabuelo de su abuelo. El roble en el que se habían medido todas las generaciones posteriores de la familia Wilcock. Allí estaban escritos con el tambaleante trazo de un cuchillo los nombres de mis antepasados. Y sobre sus nombres, estaban marcadas sus estaturas. También estaba mi nombre. Y a mi me encantaba verlo allí. Adoraba aquel ritual. Cuando mi padre se aseguraba de que no llevaba los zapatos puestos. Cuando alzaba la mirada y me preguntaba sonriendo si estaba seguro de que no podía estar más recto, y también cuando tras mi afirmativo gesto con la cabeza sacaba su navaja del bolsillo, marcaba por encima de mi cabeza y simulaba haberme cortado por error un mechón de mi cabello, que llevaba escondido desde hacía un buen rato en la otra mano. Después, me enseñaba cariñosamente como había crecido y tras pasar su gastado dedo índice por mi diminuta nariz me decía que si le echaba de menos lo suficiente durante aquel viaje crecería de golpe un un centímetro más. (...) Las siguientes cuatro semanas le eché mucho de menos. Tanto que estaba convencido de haber crecido otros tantos centímetros. Ni siquiera me pasó por la cabeza acercarme al viejo roble para comprobarlo. Tan importante era para mi crecer, como comprobarlo junto a mi padre mediante aquella ceremonia que tanto me hacía disfrutar de él. Cada noche, observaba desde mi ventana como aquel solitario árbol recibía la oscuridad y por la mañana, también le utilizaba como excusa para alargar la vista al final del camino con la esperanza de ver a lo lejos el coche de mi padre y escuchar como hacía sonar rítmicamente el claxon. (...) Aquella mañana, que tenía de especial lo mismo que cualquiera de las anteriores, finalmente regresó. Un lejano zumbido interrumpió el suave sonido de la brisa. Me abalancé sobre la ventana y entre las desnudas ramas del viejo roble vi como el coche se acercaba con lentitud. Al poco rato sonó el claxon y se llevó con sigo las pocas dudas que tenía. Era él. Bajé rápidamente. Saltándome uno de cada tres escalones. Y esperé en la puerta. Dando pequeños saltitos, sin ningún ritmo, esperando a que se detuviera el coche delante de casa. Tardó algo más de lo normal porque había recogido por el camino a las hijas del fabricante de material fotográfico que vivía en la casa de al lado. Bajó del coche y me levantó hacia el viejo árbol preguntándose cuanto le habría echado de menos. (...) Años después, el día que no regresó, crecí de golpe todos los centímetros que me separaban de la madurez. (...)

jueves, 12 de julio de 2007

a la carrera


(...) éramos estudiantes y en aquella época ni queríamos cambiar el mundo, ni pensábamos siquiera que el mundo tuviera algo que ver con nosotros. Sara era la única chica del grupo. Al nacer, su madre ya había decidido con meses de anterioridad que iba a llamarse Brigitte. Pero tras una amarga discusión, su padre, que consideraba aquel afrancesado nombre un problema, decidió unilateralmente inscribirla en el registro civil como Mary Jane. Tras amargas disputas familiares, Sara pasó a llamarse Brigitte, aunque en todos los documentos oficiales aparecía como Mary Jane, y siempre tuvo que firmar como tal. Tras el divorcio de sus padres, estos volvieron a llamarla cada uno por el nombre que habían escogido. Sara pasó a llamarse Brigitte en casa de su madre y Mary Jane en la de su padre. Dos años más tarde, al llegar a la gran manzana para convertirse artista, Sara decidió quitar la razón a cualquiera de sus dos progenitores y decidió responder únicamente al nombre de Sara. (...) También estaba Charlie. Acomplejado por su timidez y por su incipiente calvicie, decidió esconderlas a ambas bajo una austera gorra de la que nunca se separó. Cinéfilo empedernido, anhelaba convertirse en escritor de películas y soñaba con emular a sus héroes personales, a los que se refería como “los ni”. Curiosa manera para referirse a sus tres directores favoritos, Passolini, Fellini y Antonionni. Durante los tres años que coincidimos en la universidad, Charlie no se separó de su gorra, ni de su diminuta cámara de ocho milímetros, que siempre reposaba en los enormes bolsillos de su abrigo y que documentó con fidelidad la mayoría de las tonterías que hicimos aquellos años . (...) Paul también había inventado su propio personaje. Aspiraba a sobrevivir el resto de su vida actuando en los destartalados cafés del Village. Allí, solía provocar altivamente a todos sus oyentes con envenenadas letras que improvisaba sin piedad. Paul consideraba que no valía la pena escribir canciones para gente que no las iba a escuchar nunca. Y decidió convertir a su público en el leitmotiv de sus canciones. Paul era ajeno a la psicodelia que engullía las calles del país en forma de grandes gafas amarillas y pantalones de color naranja. Se empeñaba en defender a los cantautores de siempre y, aunque solo fuera por provocar a unos Stones, que ya llevaban casi diez años tocando la misma canción pero en los que Paul volvía a creer por los rumores que circulaban sobre la influencia que había ejercido en ellos su novela favorita, El maestro y margarita, de Mijail Bulgakov. (...) Y en medio de todo esto estaba yo. Con la extraña sensación de ser el hilo conductor de aquella historia y estar lleno de sentimientos contradictorios con respecto a ella. Fue en Nueva York donde empecé a prestar atención a mis sueños y me acostumbré a dormir con una libreta y un lápiz en la mesita de noche con la esperanza de que el inconsciente me susurrara una buena historia que contar en mis pretenciosos cortometrajes de estudiante. Una historia que no tuviera nada que ver con lo que estaba viviendo cada día en las calles de aquella ciudad. (...)

(...) la tarde en que tomamos esta foto hacía mucho frío. Sara acababa de pintar uno de sus murales en la calle McDougal y como era habitual los cuatro habíamos faltado a nuestras clases. Sara estaba radiante. Ella no creía en artistas tristes, hambrientos y malhumorados. Para ella, pintar contenta, después de haber dormido bien, y saboreando un enorme y delicioso bocadillo de pastrami era la manera correcta de encarar una obra. Utilizó vivos colores para rellenar aquellas infantiles formas que, extrañamente ya nos resultaban familiares a todos. Con mi cámara decidí dejar constancia de aquel atropello artístico. Justo después de tomar la fotografía, Charlie recordó una película de Godard que acababa de ver. Era Bande à part. Estaba entusiasmado con la escena en la que el trío protagonista atraviesa en carrera el museo del Louvre para establecer un nuevo record. Escuchamos la explicación de Charlie en respetuoso silencio. Paul emitió un dócil gruñido y después, sin más, propuso que atravesáramos en carrera el Metropolitan. A todos nos pareció la mejor idea que habíamos oído en mucho tiempo. Y sin pensarlo dos veces, nos pusimos en marcha con las manos en el bolsillo y paso decidido. Sintiéndonos héroes de antemano. Decididos a hacer historia. Convencidos de realizar una gran hazaña. Media hora más tarde comprobamos que el Metropolitan cerraba dos tardes a la semana. Y nosotros habíamos escogido una de ellas para convertirnos en semidioses de talones alados dispuestos a volar por sus salas. Dimos media vuelta y nos encerramos en casa. Pasamos la noche fumando y viendo películas italianas. Nadie volvió a recordar jamás aquella brillante idea que iba a convertirnos en celebridades (...)

jueves, 14 de junio de 2007

nuestras abuelas


(...) a menudo, cuando uno no ha llegado a la mayoría de edad, tiene en sus abuelos referentes de gran importancia. A los diez años, yo adoraba ir a la escuela. La escuela primaria. Vacía de obligaciones y llena de estímulos. Por aquel entonces, me separaba poco de mi vecina, Matilde. Y solíamos pasar las tardes juntos, en compañía de nuestras abuelas, que eran poco menos que amigas inseparables. Juntas, acudían cada tarde a recogernos puntualmente a las puertas de la escuela. Siempre estaban de muy buen humor. Reían, cantaban y nos gastaban bromas en todo momento. Creía yo por aquel entonces que tenían mucha sed, pues bebían continuamente de las botellas que, sin falta, llevaban en los bolsillos de sus desgastadas batas. (...) Cuando mi madre me despedía por la mañana en la puerta de la escuela, cada día me azotaba inocentemente para planchar, por última vez, mi impecable uniforme escolar. Mientras, me alisaba el pelo una y otra vez apretando con la palma de la mano mi indefensa cabeza y me repetía “ sobretodo, esta tarde, pórtate bien en casa de la abuela”. A mi me costaba entender porqué mi madre se empeñaba en repetir una y otra vez aquel consejo a todas luces innecesario. Pero siguió haciéndolo. Una y otra vez. Hasta el día que cogí prestada su cámara fotográfica y tomé esta foto. Una de las mejores tardes que pasamos con nuestras abuelas. (...)

martes, 12 de junio de 2007

un par de grandes zapatos


(...) no siempre llegar el primero acaba por ser lo mejor. En lo referente a mi vida, y hablando en general, puedo afirmar que no siempre disfruté de llegar antes que los demás a lugares tan dispares como la pubertad, el éxito, el amor, el fracaso o el olvido (...) Durante más de dos años mis padres acogieron en casa a mi primo Paul. Yo tenía entonces poco más de diez años, y el contaba doce. Durante aquellos dos años, pasé artificialmente a tener un hermano mayor y experimenté con ello las ventajas y los inconvenientes de tenerlo.(...) Paul era un muchacho extremadamente tranquilo. Tímido y silencioso, apenas se movía para acudir a la escuela, y una vez allí, apenas lo hacía de su pupitre. Nunca estropeaba nada ni lo envejecía. Sus libros, material escolar y zapatos estaban siempre nuevos y relucientes. Ajenos a las huellas que deja el tiempo en esta clase de objetos. Aquella actitud me condenó a no estrenar nunca nada. Yo no era un niño presumido. No me importaba no estrenar un libro de texto o incluso un jersey de lana. Aunque si recuerdo todavía con tristeza aquellos dos años es porqué no podía soportar llevar sus zapatos usados. (...) Papá trabajaba a menudo y ya hacía muchas giras y actuaciones por el viejo continente, lo que se traducía en la más absoluta indefensión ante cualquiera de las decisiones que tomara mi madre. Aunque no íbamos mal de dinero, en casa nunca se había tirado nada y yo no me acordaría de nada de esto si no fuera porqué Paul, que era poco más alto que yo, ostentaba unos pies inusualmente grandes. Obviando este matiz, mi madre no tuvo la menor compasión y me obligó a calzar aquellos enormes y lujosos zapatos. A mi, me parecían tan grandes que a menudo tenía la sensación de que llegaban a cualquier lugar hacia el que yo me dirigiera mucho antes que yo. Precisamente fue durante esos dos años, y no se si por culpa de los zapatos cuando empecé a llegar a los lugares de manera prematura y sin preparación alguna. Mi voz cambió a un tono mucho más grave antes que la del resto de mis compañeros. Me enamoré de mi compañera de clase Susan Davies. Y fuí correspondido. Al poco tiempo, ella se enamoró de Paul. Y poco más tarde se olvidó de mi. A menudo pienso en aquellos dos años. Aprendí mucho y rápido. Y me temo que todo fue culpa de aquel enorme par de zapatos(...)

viernes, 25 de mayo de 2007

el futuro de Rachel


(...) cada vez que se acercaba con el coche a la puerta de casa y me miraba con aquellos ojos pequeños y redondos lo deseaba. Deseaba que pasara el verano para poder ir en busca del frío. (...) Salí una temporada con Rachel. Justo antes de abandonar para siempre el pueblo miope que a duras penas me había visto crecer. Antes también de embarcarme en una desesperada y ególatra, pero necesaria búsqueda de mi mismo. Richmond se difuminaba para mi, y Rachel iba a quedarse para siempre en aquella burbuja aislada del resto del mundo. Aquellas semanas de verano que pasamos juntos fueron amargas y dulces con la misma intensidad y probablemente acabaron por adormecer y confundir mi paladar de tal manera que jamás volví a tener la certeza de nada. Aquella mirada hacía que todo lo demás no me importara. El resto pasaba a habitar zonas de mi inconsciente por las que no tenía intención de pasear jamás. Pero también ella me recordaba a cada momento el futuro que me esperaba allí. No era una mala elección. Pero no era mi elección. Era el futuro perfecto para Rachel. Y un futuro sin sentido para mi. Nada me aseguraba acertar, pero no me quedaba más remedio que intentarlo. Salir de allí. Huir de la comodidad en busca de algo diferente que, aunque me resultara incómodo pudiera disfrutar. Porque en aquella época, yo era ya un gran amante de la imperfección y aquel futuro, como Rachel, era demasiado perfecto para mi. Embriagado por estas contradicciones y algunas más, pasé a su lado aquel corto verano y me enamoré un poco. Con la llegada del frío me despedí. Prometí volver pronto, y no regresé jamás. Lo mejor, y también lo peor de todo, era que nunca iba a saber si había hecho lo correcto.(...)