viernes, 12 de octubre de 2007

mirar al cielo


(...) durante los primeros años de mi vida tuve siempre por costumbre andar con las manos en los bolsillos, arrastrar con descaro los pies y fijar la mirada en el suelo. Me acostumbré a ello falto de la esperanza en que nada pudiera sorprenderme y siempre temeroso de tropezar inesperadamente con cualquier cosa que no hubiera podido ver con suficiente antelación. (...) Era el tercer sábado de un mes de mayo y yo, con el insomnio viviendo todavía lejos de mí, ya había entregado mi consciencia al guardián del inconsciente en un autobús varado en la estación de Richmond. Cuando ésta me fue devuelta al final de nuestro viaje, el autobús ya reposaba en la estación central de la quinta avenida. Bajé de aquel vehículo que me parecía enorme y mis pies y Nueva York se toparon el uno con el otro. En aquel instante, perdí la costumbre de mirar hacia abajo. El ayuntamiento era el edificio más alto de Richmond. Tenía cuatro plantas, aunque el salón de actos, que ocupaba el piso más alto, seguía sin estrenar. Miré a mi alrededor. Entregado a un giro de trescientos sesenta grados no vi nada que se pareciera a nuestro ayuntamiento. En aquella ciudad me convertí al momento en un niño tan absurdamente pequeño que ni siquiera lo parecía. Andé detrás de mi padre media hora sin ver de él más que su sombrero de vez en cuando. Cuando el cuello me tiraba con insistencia. Llevaba la mano suavemente alojada en su bolsillo. Me limité a pasear por aquellas calles mientras mi padre tiraba de mí con delicadeza. (...) A media tarde llegamos a Central Park. Yo estaba acostumbrado al campo, pero nunca antes había visto un parque tan enorme en ninguno de los pueblos en los que había estado antes. Los otros niños perseguían ilusionados a las ardillas tratando de alimentarlas sin demasiado éxito. Orgulloso de mi origen rural me puse las manos en el bolsillo, una vez más, y observé aquella escena por encima del hombro. Había crecido en un pueblo lleno de ardillas, y no había viajado a la gran manzana para dejarme impresionar por una escena como aquella. Ella pasó por delante mío en aquel preciso momento. Justo antes de que nos cruzáramos levantó la mirada hacia aquellos chiquillos y adiviné en ella un gesto de desaprobación igual que el mío. Nunca antes me había llamado la atención ninguna niña, y tardarían años hasta que algo así me volviera a suceder, pero supongo que encontrar en aquel momento una aliada fue suficiente para que me fijara en ella. Su paso era decidido, y su indumentaria impecable. Incluso llevaba un diminuto bolso y adornaba su pequeña cabeza con un elegante sombrero. Cuando se cruzó conmigo no pude evitar seguir mirándola. Giré la cabeza y seguí andando. Pocos segundos después noté como mi pie izquierdo resbalaba. Los muchachos que perseguían a las ardillas se detuvieron estallando en una sonora carcajada. Mi padre me miró con condescendencia. Y mientras yo miraba repugnado lo que acababa de pisar, pude notar perfectamente como ella se detenía y se daba la vuelta gritando un nombre. ¿Mi nombre? Pensé. Al momento, un rechoncho perro salchicha de color marrón se acerco corriendo hacia ella. Le ató una cadena al cuello y se alejaron definitivamente.(...)

viernes, 5 de octubre de 2007

crecer


(...) el espectáculo de mi padre alcanzó gran popularidad siendo yo un niño. Fue todo inesperado y sorprendente. Especialmente para todo aquél que le conocía o que había visto una vez aquel insípido espectáculo repleto de artificios verbales innecesarios y viejos trucos adaptados al público infantil. Un elefante por el ojo de una aguja se convirtió, de la noche a la mañana, en un celebrado espectáculo para los menores de siete años, y aquello, era más que suficiente para los padres de medio mundo, dispuestos a pagar encantados las entradas albergando la esperanza de que fuera otro quien entretuviera a sus hijos, aunque fuera durante poco más de hora y media (...) Antes de partir, estuviera yo donde estuviera, me levantaba con sus fuertes brazos y sin dejar que mis pies rozaran tan siquiera el suelo, me situaba junto al tronco de su árbol favorito. El viejo roble. Un roble que había sido plantado el mismo día en que había nacido el tatarabuelo de su abuelo. El roble en el que se habían medido todas las generaciones posteriores de la familia Wilcock. Allí estaban escritos con el tambaleante trazo de un cuchillo los nombres de mis antepasados. Y sobre sus nombres, estaban marcadas sus estaturas. También estaba mi nombre. Y a mi me encantaba verlo allí. Adoraba aquel ritual. Cuando mi padre se aseguraba de que no llevaba los zapatos puestos. Cuando alzaba la mirada y me preguntaba sonriendo si estaba seguro de que no podía estar más recto, y también cuando tras mi afirmativo gesto con la cabeza sacaba su navaja del bolsillo, marcaba por encima de mi cabeza y simulaba haberme cortado por error un mechón de mi cabello, que llevaba escondido desde hacía un buen rato en la otra mano. Después, me enseñaba cariñosamente como había crecido y tras pasar su gastado dedo índice por mi diminuta nariz me decía que si le echaba de menos lo suficiente durante aquel viaje crecería de golpe un un centímetro más. (...) Las siguientes cuatro semanas le eché mucho de menos. Tanto que estaba convencido de haber crecido otros tantos centímetros. Ni siquiera me pasó por la cabeza acercarme al viejo roble para comprobarlo. Tan importante era para mi crecer, como comprobarlo junto a mi padre mediante aquella ceremonia que tanto me hacía disfrutar de él. Cada noche, observaba desde mi ventana como aquel solitario árbol recibía la oscuridad y por la mañana, también le utilizaba como excusa para alargar la vista al final del camino con la esperanza de ver a lo lejos el coche de mi padre y escuchar como hacía sonar rítmicamente el claxon. (...) Aquella mañana, que tenía de especial lo mismo que cualquiera de las anteriores, finalmente regresó. Un lejano zumbido interrumpió el suave sonido de la brisa. Me abalancé sobre la ventana y entre las desnudas ramas del viejo roble vi como el coche se acercaba con lentitud. Al poco rato sonó el claxon y se llevó con sigo las pocas dudas que tenía. Era él. Bajé rápidamente. Saltándome uno de cada tres escalones. Y esperé en la puerta. Dando pequeños saltitos, sin ningún ritmo, esperando a que se detuviera el coche delante de casa. Tardó algo más de lo normal porque había recogido por el camino a las hijas del fabricante de material fotográfico que vivía en la casa de al lado. Bajó del coche y me levantó hacia el viejo árbol preguntándose cuanto le habría echado de menos. (...) Años después, el día que no regresó, crecí de golpe todos los centímetros que me separaban de la madurez. (...)