jueves, 12 de julio de 2007

a la carrera


(...) éramos estudiantes y en aquella época ni queríamos cambiar el mundo, ni pensábamos siquiera que el mundo tuviera algo que ver con nosotros. Sara era la única chica del grupo. Al nacer, su madre ya había decidido con meses de anterioridad que iba a llamarse Brigitte. Pero tras una amarga discusión, su padre, que consideraba aquel afrancesado nombre un problema, decidió unilateralmente inscribirla en el registro civil como Mary Jane. Tras amargas disputas familiares, Sara pasó a llamarse Brigitte, aunque en todos los documentos oficiales aparecía como Mary Jane, y siempre tuvo que firmar como tal. Tras el divorcio de sus padres, estos volvieron a llamarla cada uno por el nombre que habían escogido. Sara pasó a llamarse Brigitte en casa de su madre y Mary Jane en la de su padre. Dos años más tarde, al llegar a la gran manzana para convertirse artista, Sara decidió quitar la razón a cualquiera de sus dos progenitores y decidió responder únicamente al nombre de Sara. (...) También estaba Charlie. Acomplejado por su timidez y por su incipiente calvicie, decidió esconderlas a ambas bajo una austera gorra de la que nunca se separó. Cinéfilo empedernido, anhelaba convertirse en escritor de películas y soñaba con emular a sus héroes personales, a los que se refería como “los ni”. Curiosa manera para referirse a sus tres directores favoritos, Passolini, Fellini y Antonionni. Durante los tres años que coincidimos en la universidad, Charlie no se separó de su gorra, ni de su diminuta cámara de ocho milímetros, que siempre reposaba en los enormes bolsillos de su abrigo y que documentó con fidelidad la mayoría de las tonterías que hicimos aquellos años . (...) Paul también había inventado su propio personaje. Aspiraba a sobrevivir el resto de su vida actuando en los destartalados cafés del Village. Allí, solía provocar altivamente a todos sus oyentes con envenenadas letras que improvisaba sin piedad. Paul consideraba que no valía la pena escribir canciones para gente que no las iba a escuchar nunca. Y decidió convertir a su público en el leitmotiv de sus canciones. Paul era ajeno a la psicodelia que engullía las calles del país en forma de grandes gafas amarillas y pantalones de color naranja. Se empeñaba en defender a los cantautores de siempre y, aunque solo fuera por provocar a unos Stones, que ya llevaban casi diez años tocando la misma canción pero en los que Paul volvía a creer por los rumores que circulaban sobre la influencia que había ejercido en ellos su novela favorita, El maestro y margarita, de Mijail Bulgakov. (...) Y en medio de todo esto estaba yo. Con la extraña sensación de ser el hilo conductor de aquella historia y estar lleno de sentimientos contradictorios con respecto a ella. Fue en Nueva York donde empecé a prestar atención a mis sueños y me acostumbré a dormir con una libreta y un lápiz en la mesita de noche con la esperanza de que el inconsciente me susurrara una buena historia que contar en mis pretenciosos cortometrajes de estudiante. Una historia que no tuviera nada que ver con lo que estaba viviendo cada día en las calles de aquella ciudad. (...)

(...) la tarde en que tomamos esta foto hacía mucho frío. Sara acababa de pintar uno de sus murales en la calle McDougal y como era habitual los cuatro habíamos faltado a nuestras clases. Sara estaba radiante. Ella no creía en artistas tristes, hambrientos y malhumorados. Para ella, pintar contenta, después de haber dormido bien, y saboreando un enorme y delicioso bocadillo de pastrami era la manera correcta de encarar una obra. Utilizó vivos colores para rellenar aquellas infantiles formas que, extrañamente ya nos resultaban familiares a todos. Con mi cámara decidí dejar constancia de aquel atropello artístico. Justo después de tomar la fotografía, Charlie recordó una película de Godard que acababa de ver. Era Bande à part. Estaba entusiasmado con la escena en la que el trío protagonista atraviesa en carrera el museo del Louvre para establecer un nuevo record. Escuchamos la explicación de Charlie en respetuoso silencio. Paul emitió un dócil gruñido y después, sin más, propuso que atravesáramos en carrera el Metropolitan. A todos nos pareció la mejor idea que habíamos oído en mucho tiempo. Y sin pensarlo dos veces, nos pusimos en marcha con las manos en el bolsillo y paso decidido. Sintiéndonos héroes de antemano. Decididos a hacer historia. Convencidos de realizar una gran hazaña. Media hora más tarde comprobamos que el Metropolitan cerraba dos tardes a la semana. Y nosotros habíamos escogido una de ellas para convertirnos en semidioses de talones alados dispuestos a volar por sus salas. Dimos media vuelta y nos encerramos en casa. Pasamos la noche fumando y viendo películas italianas. Nadie volvió a recordar jamás aquella brillante idea que iba a convertirnos en celebridades (...)