jueves, 14 de junio de 2007

nuestras abuelas


(...) a menudo, cuando uno no ha llegado a la mayoría de edad, tiene en sus abuelos referentes de gran importancia. A los diez años, yo adoraba ir a la escuela. La escuela primaria. Vacía de obligaciones y llena de estímulos. Por aquel entonces, me separaba poco de mi vecina, Matilde. Y solíamos pasar las tardes juntos, en compañía de nuestras abuelas, que eran poco menos que amigas inseparables. Juntas, acudían cada tarde a recogernos puntualmente a las puertas de la escuela. Siempre estaban de muy buen humor. Reían, cantaban y nos gastaban bromas en todo momento. Creía yo por aquel entonces que tenían mucha sed, pues bebían continuamente de las botellas que, sin falta, llevaban en los bolsillos de sus desgastadas batas. (...) Cuando mi madre me despedía por la mañana en la puerta de la escuela, cada día me azotaba inocentemente para planchar, por última vez, mi impecable uniforme escolar. Mientras, me alisaba el pelo una y otra vez apretando con la palma de la mano mi indefensa cabeza y me repetía “ sobretodo, esta tarde, pórtate bien en casa de la abuela”. A mi me costaba entender porqué mi madre se empeñaba en repetir una y otra vez aquel consejo a todas luces innecesario. Pero siguió haciéndolo. Una y otra vez. Hasta el día que cogí prestada su cámara fotográfica y tomé esta foto. Una de las mejores tardes que pasamos con nuestras abuelas. (...)

martes, 12 de junio de 2007

un par de grandes zapatos


(...) no siempre llegar el primero acaba por ser lo mejor. En lo referente a mi vida, y hablando en general, puedo afirmar que no siempre disfruté de llegar antes que los demás a lugares tan dispares como la pubertad, el éxito, el amor, el fracaso o el olvido (...) Durante más de dos años mis padres acogieron en casa a mi primo Paul. Yo tenía entonces poco más de diez años, y el contaba doce. Durante aquellos dos años, pasé artificialmente a tener un hermano mayor y experimenté con ello las ventajas y los inconvenientes de tenerlo.(...) Paul era un muchacho extremadamente tranquilo. Tímido y silencioso, apenas se movía para acudir a la escuela, y una vez allí, apenas lo hacía de su pupitre. Nunca estropeaba nada ni lo envejecía. Sus libros, material escolar y zapatos estaban siempre nuevos y relucientes. Ajenos a las huellas que deja el tiempo en esta clase de objetos. Aquella actitud me condenó a no estrenar nunca nada. Yo no era un niño presumido. No me importaba no estrenar un libro de texto o incluso un jersey de lana. Aunque si recuerdo todavía con tristeza aquellos dos años es porqué no podía soportar llevar sus zapatos usados. (...) Papá trabajaba a menudo y ya hacía muchas giras y actuaciones por el viejo continente, lo que se traducía en la más absoluta indefensión ante cualquiera de las decisiones que tomara mi madre. Aunque no íbamos mal de dinero, en casa nunca se había tirado nada y yo no me acordaría de nada de esto si no fuera porqué Paul, que era poco más alto que yo, ostentaba unos pies inusualmente grandes. Obviando este matiz, mi madre no tuvo la menor compasión y me obligó a calzar aquellos enormes y lujosos zapatos. A mi, me parecían tan grandes que a menudo tenía la sensación de que llegaban a cualquier lugar hacia el que yo me dirigiera mucho antes que yo. Precisamente fue durante esos dos años, y no se si por culpa de los zapatos cuando empecé a llegar a los lugares de manera prematura y sin preparación alguna. Mi voz cambió a un tono mucho más grave antes que la del resto de mis compañeros. Me enamoré de mi compañera de clase Susan Davies. Y fuí correspondido. Al poco tiempo, ella se enamoró de Paul. Y poco más tarde se olvidó de mi. A menudo pienso en aquellos dos años. Aprendí mucho y rápido. Y me temo que todo fue culpa de aquel enorme par de zapatos(...)