viernes, 25 de mayo de 2007

el futuro de Rachel


(...) cada vez que se acercaba con el coche a la puerta de casa y me miraba con aquellos ojos pequeños y redondos lo deseaba. Deseaba que pasara el verano para poder ir en busca del frío. (...) Salí una temporada con Rachel. Justo antes de abandonar para siempre el pueblo miope que a duras penas me había visto crecer. Antes también de embarcarme en una desesperada y ególatra, pero necesaria búsqueda de mi mismo. Richmond se difuminaba para mi, y Rachel iba a quedarse para siempre en aquella burbuja aislada del resto del mundo. Aquellas semanas de verano que pasamos juntos fueron amargas y dulces con la misma intensidad y probablemente acabaron por adormecer y confundir mi paladar de tal manera que jamás volví a tener la certeza de nada. Aquella mirada hacía que todo lo demás no me importara. El resto pasaba a habitar zonas de mi inconsciente por las que no tenía intención de pasear jamás. Pero también ella me recordaba a cada momento el futuro que me esperaba allí. No era una mala elección. Pero no era mi elección. Era el futuro perfecto para Rachel. Y un futuro sin sentido para mi. Nada me aseguraba acertar, pero no me quedaba más remedio que intentarlo. Salir de allí. Huir de la comodidad en busca de algo diferente que, aunque me resultara incómodo pudiera disfrutar. Porque en aquella época, yo era ya un gran amante de la imperfección y aquel futuro, como Rachel, era demasiado perfecto para mi. Embriagado por estas contradicciones y algunas más, pasé a su lado aquel corto verano y me enamoré un poco. Con la llegada del frío me despedí. Prometí volver pronto, y no regresé jamás. Lo mejor, y también lo peor de todo, era que nunca iba a saber si había hecho lo correcto.(...)

miércoles, 23 de mayo de 2007

ilusion


(...) ver sonreír a un nieto es lo mas impactante por lo que he pasado. Y también verlo llorar, gatear y patalear. Sostenerlo entre mis brazos es como sujetar entre las manos la perpetuidad de uno mismo. Porque aunque su vida sea finita, como la mía, uno no alcanza a ver el fin de una mirada transparente y nítida que no esconde más que una vida común disfrazada de inocencia.(...)

aprender a andar, aprender a querer


(...) es fácil establecer el día en que se aprende a andar, hablar o a ir en bicicleta. De repente, uno es capaz de sostener el peso de todo su cuerpo sobre sus dos frágiles piernas, balbucea “papa” y “mama”, o es capaz de recorrer desafiando todas las reglas de la gravedad algo más de cincuenta metros sin contar con la triste ayuda de dos ruedecillas estabilizadoras. Pero... ¿Cuando aprende uno a querer? ¿Como se aprende a odiar? (...) De todos los chicos que iban a la escuela, Martin Hellmutt siempre me llamó la atención. Era extrovertido y alegre. Parecía tener tiempo para todos y todos le adoraban porqué estar a su lado hacía que ni que fuera por un momento, te sintieras como la persona más especial del firmamento. Martin siempre sonreía. Todos los días y a todas horas. Excepto los miércoles a la salida de la escuela. Cada miércoles le esperaba su padre. Un tipo curioso. Con escaso pelo repeinado hacia la derecha y mirada escondida detrás de unas grandes gafas redondas y amenazantes. (...) James Hellmutt Shift acudía a la escuela cada miercoles a la misma hora. Se cobijaba bajo la sombra del mismo árbol y esperaba pacientemente a su hijo. Cuando éste se presentaba, apenas cruzaban una mirada y sin mediar palabra le invitaba a entrar en el auto con gesto tosco y brusco. Era un destartalado Ford marrón de tapicería clara y castigada. Con paso decidido, James entraba. Se acomodaba en el asiento, se abrochaba el cinturón de seguridad y encendía el motor. A su lado, Martin no sonreía. Su padre había sido el alcalde de Richmond durante algo más de diez años. No había sido un político especialmente impopular, pero había coleccionado un buen número de enemigos. De malas maneras, James había acabado fuera del ayuntamiento hacía poco más de cinco años. Desde entonces, cada miércoles recogía a su hijo menor para que lo acompañara al cementerio. Allí, abría el maletero de su coche. Sacaba una vieja silla plegable, se sentaba y empezaba a reír. Reía sobre la tumba de todos aquellos que le habían molestado a lo largo de su vida pero que la habían abandonado antes que él. Reía a carcajadas. Rebosante de odio. Enloquecido por la sed de una venganza imposible, acobardada y a destiempo. Pasaba allí un par de horas. Sin parar de reír. Recogía la silla y volvía a entrar en su viejo Ford. Conducía hasta una heladería cercana y tomaba un helado de pistacho y iogur con su hijo. Durante aquellas dos horas semanales Martin observaba a su padre desde la ventanilla trasera del coche. Aburrido. Con tristeza. Su padre odiaba a los muertos. Martin odiaba estar allí. Y yo odiaba que un chico como Martin, aunque solo fuera durante dos horas a la semana, aprendiera a odiar y no pudiera sonreír. (...)

miércoles, 16 de mayo de 2007

la viajera


(…) mi padre solía decir que no creía en el arte. Creía en los
artistas. Y evidentemente, se consideraba uno de ellos. Siendo
un niño me acostumbré rápidamente a pasar largas horas
viajando con la imaginación y llegué a plantearme si realmente
existía el viaje, o si simplemente cabía hablar de viajero. (…) El
invierno no era, desde luego, mi estación favorita. Frío y poco
dado a las sorpresas, llenaba Richmond vacío. Por eso, cuando
el hermano mayor de mi padre enfermó y mi prima Ingrid se
instaló en casa me lo tomé como un anticipo de las vacaciones.
Para mi, aquella situación no era más que un regalo. La
oportunidad de que algo sucediera. Cualquier novedad era algo
bueno, y para mi, aquello era lo mejor que podía haber pasado.
Una persona más en la mesa. Alguien con quien jugar e incluso
enfadarme. Un soplo de aire fresco. A partir de su llegada,
cualquier cosa que hiciera, aunque la hubiera hecho mil veces,
adquiría categoría de novedad y iba a resultar excitante.

Aunque yo tenía 12 años y ella poco más de seis, hablábamos el
mismo lenguaje. Era una niña tímida y callada, pero por alguna
razón hallaba en mi al cómplice perfecto. Aunque no
mantuviéramos largas conversaciones, siempre permanecía a mi
lado y me observaba con candidez. Pronto se convirtió en mi
sombra, y llegué a pensar que jamás la perdería.(…) Como todos
los terceros domingos de cada mes de Agosto, la feria llegó a
Richmond. Aquello no era Disneylandia pero bastaba para
mantener en vilo a toda la ciudad durante un par de días. La
gente sonreía más de lo corriente y las calles olían a algodón
dulce. A la salida de la iglesia, mi madre nos llevó.

He bizqueado siempre con mi ojo derecho, pero tengo buena
puntería y me encanta disparar. Me empeñé en conseguir un
collar de perlas falsas para mi madre, que cada vez tenía más
tiempo para los demás y menos para ella. No resultó muy
complicado y cuando me acerque a ella con la baratija me
abrazó, aunque fue un abrazo corto. Me soltó con brusquedad.
Ingrid ya no estaba con nosotros. No puedo decir que me
angustiara. Ni siquiera pensé que pudiera pasarle nada. Era
demasiado joven para sentir esa clase de sentimientos. La
inconsciencia es una gran armadura y siendo niño yo estaba
muy bien protegido. Tan solo traté de no caer al suelo por los
bandazos que iba dando mi madre. Intentaba parecer tranquila,
pero vi en los ojos de mi madre una mirada que nunca antes
había visto y que no podía comprender. Pero no me gustó.
Cambiaba sin sentido el rumbo de aquel viaje que hubiera
deseado no hacer nunca. Apretaba con fuerza la mandíbula, y
también mi mano.

Al poco apareció Ingrid. Sonriendo. Ausente y ajena a aquel
instante extraño, incomodo y novedoso que acababa de
suceder. Mi madre me soltó la mano. La abrazó con fuerza y
rompió a llorar. Ingrid no entendió lo que sucedía pero cruzó su
mirada con la mía por encima del hombro de mi madre. Estaba
sonriendo, y sin abandonar aquel abrazo agitó con su manita
una fotografía. (…)

viernes, 11 de mayo de 2007

cumpleaños soñado


(…) fue mi mejor cumpleaños. Mis padres decidieron comprar un televisor para toda la familia y yo no recibí ningún regalo personal. No tuve que posar con ningún ridículo muñeco ni montar complejos juegos de construcción que se me antojaban imposibles para alguien de mi edad. Mi madre no me regaló ropa de colores chillones – algo que solía hacer a menudo porqué no soportaba el estilo adulto que yo había adoptado- y mi padre no intentó que me montara en un vehículo de hojalata. En definitiva, el cumpleaños perfecto. Plácido, anónimo y tranquilo. Alejado del centro de atención. Desterrado de la popularidad familiar por una promesa de diversión eterna en forma de ventana oscura. A cambio de la felicidad de aquel momento, solo una fotografía. Una fotografía junto a aquel electrodoméstico desconocido que ni me atraía ni me producía rechazo alguno, pero que iba a cambiar nuestras vidas para siempre (…)

miércoles, 9 de mayo de 2007

muelas



(…) los finales suelen pillarme por sorpresa. El trabajo, las vacaciones, los noviazgos y las amistades acaban siempre sin darme apenas tiempo para prepararme. También las películas me provocan esta misma sensación e incluso mi carrera llegó a su fin de manera sigilosa y sin llamar a la puerta. No es que me sorprenda el final en si. Con apenas cinco años tuve que enterrar a “muelas”, mi primera mascota y único hamster, así que siempre he tenido claro que todo llega a su fin. Mi problema más bien tiene que ver con el momento y he acabado por vivir atemorizado algunos de los mejores de mi vida (…) Gracias al exagerado éxito de mi padre pude dedicarme durante toda mi vida a satisfacer inquietudes artísticas y profesionales. Lo que básicamente se resume en hacer siempre lo que a uno le da la gana. Mientras el ilusionista siguiera sacando conejos de su chistera yo no tendría que rendir cuentas a nadie. (…) A finales de los sesenta, vivía yo alejado del verano del amor y de la costa. De viaje sin fin. De placer en placer. De puerto en puerto. Alguna de mis primeras películas había sido un éxito en pequeños círculos intelectuales. Pero yo seguía sin interesarme excesivamente en mi carrera. Solo me interesaba disfrutar de aquella lujosa vida de navegante. (…) Fue en aquella época, despreocupado de todo lo que me rodeaba cuando la conocí. Se movía nerviosamente y solía sentarse en proa a escribir poemas en su pequeño cuaderno. Borraba cada una de las palabras que escribía, y a pesar de dedicar cada día tiempo a la escritura, aquella desgastada libreta permaneció en blanco durante años. La conocí en una pelea. Estaba a punto de noquear a uno de los camareros que servían champagne francés en una de mis fiestas a bordo, en el puerto de Saint Tropez. Y yo, todavía hoy, haría cualquier cosa por una copa de champagne. Viví junto a ella muchos años esperando a que todo terminara. Navegamos hacia el final, y mientras este no llegaba, dimos dos vueltas al mundo en mi velero. Como seguía sin llegar, decidimos pasar una vida juntos, aunque hay muchas más fotografías para hablar de ello. ( …)

jueves, 3 de mayo de 2007

el ilusionista


(…) como buen mago, mi padre tenía sus manías, y la primera de ellas era que nadie debía referirse a él como tal. Concebía sus trucos como el fruto de horas de soledad y entrenamiento, lo que le hacía sentirse mucho más cercano del gimnasta que de la magia. Le encantaba llamarse “el ilusionista” porque no creía hacer más que eso, jugar con las ilusiones de los demás. Pasaba largas horas encerrado en su despacho. Desaparecía en él. Detrás de aquella vieja puerta gastada por el tiempo no se escuchaba nunca ningún ruido. Utilizaba toda su energía en convertir sus movimientos, si no en algo invisible, sí en algo imperceptible para los demás. (…) nunca comía en publico, ni dejaba que nadie le viera en una posición que no fuera vertical. No se le podía ver sentado, arrodillado, agachado y mucho menos tumbado delante de nadie. Incluso él y mi madre dormían en estancias separadas y yo nunca compartí mesa con él. En el autobús o en cualquier otro tipo de transporte viajaba siempre a pie, y si debía tomar un taxi, lo hacía solo. Estuviera con quien estuviera. Para él, adoptar cualquier otra posición que no fuera la de estar de pie, era dar pistas innecesarias sobre sus movimientos y bajar la guardia fuera de las actuaciones malacostumbrar a su cuerpo de manera innecesaria. (…) Tan solo pude ver a mi padre sin estar de pie una sola vez. Era una vieja fotografía que encontré ordenando sus cosas cuando ya había fallecido. El ilusionista estaba agachado. Jugaban con él, mi abuelo Martin y su hermano Charles. Reían junto a ellos sus esposas, Natalie y Olga.