jueves, 3 de mayo de 2007

el ilusionista


(…) como buen mago, mi padre tenía sus manías, y la primera de ellas era que nadie debía referirse a él como tal. Concebía sus trucos como el fruto de horas de soledad y entrenamiento, lo que le hacía sentirse mucho más cercano del gimnasta que de la magia. Le encantaba llamarse “el ilusionista” porque no creía hacer más que eso, jugar con las ilusiones de los demás. Pasaba largas horas encerrado en su despacho. Desaparecía en él. Detrás de aquella vieja puerta gastada por el tiempo no se escuchaba nunca ningún ruido. Utilizaba toda su energía en convertir sus movimientos, si no en algo invisible, sí en algo imperceptible para los demás. (…) nunca comía en publico, ni dejaba que nadie le viera en una posición que no fuera vertical. No se le podía ver sentado, arrodillado, agachado y mucho menos tumbado delante de nadie. Incluso él y mi madre dormían en estancias separadas y yo nunca compartí mesa con él. En el autobús o en cualquier otro tipo de transporte viajaba siempre a pie, y si debía tomar un taxi, lo hacía solo. Estuviera con quien estuviera. Para él, adoptar cualquier otra posición que no fuera la de estar de pie, era dar pistas innecesarias sobre sus movimientos y bajar la guardia fuera de las actuaciones malacostumbrar a su cuerpo de manera innecesaria. (…) Tan solo pude ver a mi padre sin estar de pie una sola vez. Era una vieja fotografía que encontré ordenando sus cosas cuando ya había fallecido. El ilusionista estaba agachado. Jugaban con él, mi abuelo Martin y su hermano Charles. Reían junto a ellos sus esposas, Natalie y Olga.

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